Gelber o la antítesis del músico académico
Leila Guerriero presenta un perfil de uno de los pianistas clásicos más famosos del siglo XX, el argentino Bruno Gelber. La música, aquí, queda en segundo plano. Y la periodista hace un estriptís de su técnica narrativa.
Bruno Gelber (Buenos Aires, 1941) es uno de los pianistas de música académica más respetables de la Argentina y el mundo. En casi medio siglo de carrera ha ofrecido cinco mil conciertos en 54 países, dentro del circuito más refinado de “lo clásico”, frente a los oídos más exigentes.
“Lo mío es una cosa íntima con ese señor con el cual me casé a los cinco años, de cola larga y dientes negros y blancos que me sonríe todos los días. No tengo que hacer el común desagradable de los seres normales.” (Opus Gelber, Pág. 79)
Es de esos músicos que, desde los 19 años de edad (cuando se fue a Europa, y al año siguiente, 1961, ganó el prestigioso concurso francés Long-Thibaud), frecuentó y vivió con “príncipes, duquesas y condes”, en “palacios y castillos” del Viejo Mundo; que se hospedó en los hoteles más caros. Esa forma de hacer carrera musical es casi un eco de los músicos cortesanos.
Ha vivido por décadas en París y Mónaco. Y decidió volver en el 2013 a la ciudad donde todo empezó (ofreció su primer concierto en el famoso teatro Colón a los 14 años de edad). No vive en un barrio de la alta sociedad, como correspondería a la naturaleza de su círculo amical, sino a uno de clase media, el del Once, céntrico, a una veintena de cuadras del famoso Obelisco, punto turístico bonaerense (hablando en términos del mundo precoronavirus).
Sus cualidades musicales son las de un genio. Uno que se rebela contra su propia leyenda cuando lo desea.
La revista francesa Diapason lo incluyó entre los cien grandes pianistas del siglo XX; ha tocado con los mejores directores y orquestas sinfónicas del mundo; su grabación (1965) del concierto número 1 opus 15 de Brahms es la mejor interpretación realizada de dicha obra; su versión de la sonata Claro de Luna fue elegida por los críticos, en Radio France Internacional, como la mejor. O que su interpretación del concierto número 3 de Rachmáninov es de las mejores. Pero Gelber no gusta de hablar de todo aquello. Es casi una antítesis de lo que son los músicos académicos y su discurso.
Es singular, porque el hombre que sabe disponer una mesa como un diplomático y es uno de los artistas más respetados en su instrumento, no le gusta hablar de música. Y minimiza la poliomelitis que le acompaña desde los siete años de edad (dos años después de iniciar su romance con el piano). Para él es casi una anécdota aunque es un calvario, el de la “pierna enferma”, como lo llama. Y las tantas operaciones que ha soportado estoico.
Prefiere los budines y las tartas a hablar de sus réditos musicales, que no son pocos y por qué solo grabó, desde la década de 1960, 15 discos. Una nadería de producción musical comparada con la de otros pianistas de su talla. Tal vez se deba a la filosofía del artista: “El momento del concierto es sagrado” (Pág. 243). Que es más un músico de escena que uno de grabaciones. Cada uno de fibras distintas.
Esa actitud la sintetiza Leila Guerriero así en su libro Opus Gelber: “Un pez no se jacta de poder respirar en las profundidades. De la misma forma no se jacta él”. (Pág. 65).
A Gelber le encanta tomar la bebida gaseosa dulzona “Fresita” (popular en su país) o muere por los chismes de la farándula. Le hiere la vulgaridad y está preocupado por la belleza estilística de sus amistades (pudo ser un buen cirujano estético, aceptará). Pero le encanta hacer un Juego de Preguntas a sus invitados, donde las preguntas íntimas son las cerezas del pastel que goza.
A la vez es un riguroso maestro, tal como lo fueron con él el célebre maestro italiano en Buenos Aires, Vicente Scaramuzza (su maestro durante 13 años), y su propia madre, Ana Tosi.
Es singular: si uno ve en los videos tiene desde siempre los ojos delineados, maquillaje. Si fuera una estrella del rock, sería un Elton John, pero él se mueve en otro circuito.
“No es Lang Lang, el pianista chino que busca interpelar a otros públicos o hace demasiada demagogia. Es un pianista para pianistas.” (Pág. 66)
La lectura del largo perfil Opus Gelber, avanza junto a las entrevistas, comidas y reuniones de la autora con el personaje central y su entorno, desde abril del 2017 a enero del 2018. A veces el ritmo se acelera (andante), pero la mayor parte de la lectura el libro avanza a su tiempo. Es un libro en adagio.
El lector es casi un asistente que lleva la grabadora y el cuaderno de apuntes de la escritora a lo largo de las 333 páginas (¿número cabalístico?).
Leila Guerriero avanza y dosifica la información, para ir deshojando al personaje para aquel público diverso que desconocemos de los círculos de música académica. Los respiros del libro van marcados por la barra espaciadora, los espacios más largos entre párrafos anuncian otra idea, que entramos a otro momento.
Hay un uso de los adjetivos precisos, no son rebuscados, sino fulgurantes donde deben de serlo y después, dejando paso a las acciones. Las reflexiones de la narradora son puntuales, para redondear alguna frase o atmósfera.
Opus Gelber es, sobre todo, una clase en práctica de cómo un periodista se va ganando (¿el derecho?) de entrar en el mundo privado de un artista de la talla, encanto y enigma como Gelber.
Es difícil mantener la atención sobre un personaje así, pero, a la vez, uno siente ese deber ser. Un lector se obnubila. Guerriero irá saliendo o destejiendo los lugares comunes que el pianista –¿o acaso no son así todos los personajes que durante décadas han hecho una misma actividad?
La construcción literaria que realiza Guerriero desnuda eso que los escritores poco hablan: del sentirse agotados, de transitar por un camino escritural que no avanza, que está petardeado mientras el personaje goza desde la platea y la invita a continuar. Y lo hace una cronista de la talla de la Guerriero, admirada en toda Hispanoamérica.
Sucederá primero en la página 83. Escribe Leila: “Varias veces me preguntará: «¿Qué pensás de mí ahora que me conocés?» Una, de tantas, le diré: «Que solo vos sabés quién sos». Lo cual es una declaración de fracaso.”
No será el único momento que se sienta que la construcción de este personaje está enfangada, que Gelber es demasiado astuto para saber hasta dónde dejarla avanzar o hacer declaraciones laterales. De lejos, construir un perfil de una estrella del rock como Charly (García) le hubiera resultado más fácil. Ella optó por el músico difícil.
Entre las páginas 170 a 230 uno siente que hay muchas cosas que se repiten, que todos estamos en la “telaraña” de Gelber. Les confieso que hay la tentación de dejar la lectura. Pero está el espín. El placer culposo.
¿Y qué es lo que busca Leila? ¿La declaración de la homosexualidad del personaje, tras sus formas de señora? Lo logra, pero igual, el músico rebelarlo de a pocos, y a la vez dejándolo de lado, como todo lo que la gente cree importante de él.
En las primeras ochenta página, Leila Guerriero ya dejó claro todas las credenciales musicales. ¿Entonces, por qué 333? El libro no es homogéneo, pero, repito, al final está la brochada, el gesto de genialidad, el porqué del despliegue escénico que se quiere correr el vivace, pero por una fuerza sobreescritural solo va en adagio. Inclusive larghissimo:
La escritora nos ha llevado por el personaje para juntos, en un ejercicio periodístico del gato y el ratón, enseñarnos que el camino de la construcción del personaje es, en casos como éste, una construcción en adagio, de muchos meses.
Cuando es enero del 2018, uno siente el alivio de la escritora; que juntos, autora y lector hemos avanzando hasta donde nos dejó Gelber. Que luego, solo existen redundancias y telarañas de un hombre fuerte, un genio, que convive con la polio y viene de una época donde la homosexualidad se vive a puertas cerradas. Sin fisgones. Sin bullicios.
Aquí solo tiene derecho a escucharse la música.
“¡Maravilla!”.
FICHA:
Leila Guerriero. Opus Gelber. Retrato de un pianista. Barcelona, Anagrama, 2019. Pp. 333.
I
“Lo mío es una cosa íntima con ese señor con el cual me casé a los cinco años, de cola larga y dientes negros y blancos que me sonríe todos los días. No tengo que hacer el común desagradable de los seres normales.” (Opus Gelber, Pág. 79)
Es de esos músicos que, desde los 19 años de edad (cuando se fue a Europa, y al año siguiente, 1961, ganó el prestigioso concurso francés Long-Thibaud), frecuentó y vivió con “príncipes, duquesas y condes”, en “palacios y castillos” del Viejo Mundo; que se hospedó en los hoteles más caros. Esa forma de hacer carrera musical es casi un eco de los músicos cortesanos.
Ha vivido por décadas en París y Mónaco. Y decidió volver en el 2013 a la ciudad donde todo empezó (ofreció su primer concierto en el famoso teatro Colón a los 14 años de edad). No vive en un barrio de la alta sociedad, como correspondería a la naturaleza de su círculo amical, sino a uno de clase media, el del Once, céntrico, a una veintena de cuadras del famoso Obelisco, punto turístico bonaerense (hablando en términos del mundo precoronavirus).
Sus cualidades musicales son las de un genio. Uno que se rebela contra su propia leyenda cuando lo desea.
La revista francesa Diapason lo incluyó entre los cien grandes pianistas del siglo XX; ha tocado con los mejores directores y orquestas sinfónicas del mundo; su grabación (1965) del concierto número 1 opus 15 de Brahms es la mejor interpretación realizada de dicha obra; su versión de la sonata Claro de Luna fue elegida por los críticos, en Radio France Internacional, como la mejor. O que su interpretación del concierto número 3 de Rachmáninov es de las mejores. Pero Gelber no gusta de hablar de todo aquello. Es casi una antítesis de lo que son los músicos académicos y su discurso.
Es singular, porque el hombre que sabe disponer una mesa como un diplomático y es uno de los artistas más respetados en su instrumento, no le gusta hablar de música. Y minimiza la poliomelitis que le acompaña desde los siete años de edad (dos años después de iniciar su romance con el piano). Para él es casi una anécdota aunque es un calvario, el de la “pierna enferma”, como lo llama. Y las tantas operaciones que ha soportado estoico.
Prefiere los budines y las tartas a hablar de sus réditos musicales, que no son pocos y por qué solo grabó, desde la década de 1960, 15 discos. Una nadería de producción musical comparada con la de otros pianistas de su talla. Tal vez se deba a la filosofía del artista: “El momento del concierto es sagrado” (Pág. 243). Que es más un músico de escena que uno de grabaciones. Cada uno de fibras distintas.
Esa actitud la sintetiza Leila Guerriero así en su libro Opus Gelber: “Un pez no se jacta de poder respirar en las profundidades. De la misma forma no se jacta él”. (Pág. 65).
A Gelber le encanta tomar la bebida gaseosa dulzona “Fresita” (popular en su país) o muere por los chismes de la farándula. Le hiere la vulgaridad y está preocupado por la belleza estilística de sus amistades (pudo ser un buen cirujano estético, aceptará). Pero le encanta hacer un Juego de Preguntas a sus invitados, donde las preguntas íntimas son las cerezas del pastel que goza.
A la vez es un riguroso maestro, tal como lo fueron con él el célebre maestro italiano en Buenos Aires, Vicente Scaramuzza (su maestro durante 13 años), y su propia madre, Ana Tosi.
Es singular: si uno ve en los videos tiene desde siempre los ojos delineados, maquillaje. Si fuera una estrella del rock, sería un Elton John, pero él se mueve en otro circuito.
“No es Lang Lang, el pianista chino que busca interpelar a otros públicos o hace demasiada demagogia. Es un pianista para pianistas.” (Pág. 66)
II
“–Alóoo.”
La lectura del largo perfil Opus Gelber, avanza junto a las entrevistas, comidas y reuniones de la autora con el personaje central y su entorno, desde abril del 2017 a enero del 2018. A veces el ritmo se acelera (andante), pero la mayor parte de la lectura el libro avanza a su tiempo. Es un libro en adagio.
El lector es casi un asistente que lleva la grabadora y el cuaderno de apuntes de la escritora a lo largo de las 333 páginas (¿número cabalístico?).
Leila Guerriero avanza y dosifica la información, para ir deshojando al personaje para aquel público diverso que desconocemos de los círculos de música académica. Los respiros del libro van marcados por la barra espaciadora, los espacios más largos entre párrafos anuncian otra idea, que entramos a otro momento.
Hay un uso de los adjetivos precisos, no son rebuscados, sino fulgurantes donde deben de serlo y después, dejando paso a las acciones. Las reflexiones de la narradora son puntuales, para redondear alguna frase o atmósfera.
Opus Gelber es, sobre todo, una clase en práctica de cómo un periodista se va ganando (¿el derecho?) de entrar en el mundo privado de un artista de la talla, encanto y enigma como Gelber.
Es difícil mantener la atención sobre un personaje así, pero, a la vez, uno siente ese deber ser. Un lector se obnubila. Guerriero irá saliendo o destejiendo los lugares comunes que el pianista –¿o acaso no son así todos los personajes que durante décadas han hecho una misma actividad?
La construcción literaria que realiza Guerriero desnuda eso que los escritores poco hablan: del sentirse agotados, de transitar por un camino escritural que no avanza, que está petardeado mientras el personaje goza desde la platea y la invita a continuar. Y lo hace una cronista de la talla de la Guerriero, admirada en toda Hispanoamérica.
Sucederá primero en la página 83. Escribe Leila: “Varias veces me preguntará: «¿Qué pensás de mí ahora que me conocés?» Una, de tantas, le diré: «Que solo vos sabés quién sos». Lo cual es una declaración de fracaso.”
No será el único momento que se sienta que la construcción de este personaje está enfangada, que Gelber es demasiado astuto para saber hasta dónde dejarla avanzar o hacer declaraciones laterales. De lejos, construir un perfil de una estrella del rock como Charly (García) le hubiera resultado más fácil. Ella optó por el músico difícil.
Entre las páginas 170 a 230 uno siente que hay muchas cosas que se repiten, que todos estamos en la “telaraña” de Gelber. Les confieso que hay la tentación de dejar la lectura. Pero está el espín. El placer culposo.
¿Y qué es lo que busca Leila? ¿La declaración de la homosexualidad del personaje, tras sus formas de señora? Lo logra, pero igual, el músico rebelarlo de a pocos, y a la vez dejándolo de lado, como todo lo que la gente cree importante de él.
En las primeras ochenta página, Leila Guerriero ya dejó claro todas las credenciales musicales. ¿Entonces, por qué 333? El libro no es homogéneo, pero, repito, al final está la brochada, el gesto de genialidad, el porqué del despliegue escénico que se quiere correr el vivace, pero por una fuerza sobreescritural solo va en adagio. Inclusive larghissimo:
La escritora nos ha llevado por el personaje para juntos, en un ejercicio periodístico del gato y el ratón, enseñarnos que el camino de la construcción del personaje es, en casos como éste, una construcción en adagio, de muchos meses.
Cuando es enero del 2018, uno siente el alivio de la escritora; que juntos, autora y lector hemos avanzando hasta donde nos dejó Gelber. Que luego, solo existen redundancias y telarañas de un hombre fuerte, un genio, que convive con la polio y viene de una época donde la homosexualidad se vive a puertas cerradas. Sin fisgones. Sin bullicios.
Aquí solo tiene derecho a escucharse la música.
“¡Maravilla!”.
FICHA:
Leila Guerriero. Opus Gelber. Retrato de un pianista. Barcelona, Anagrama, 2019. Pp. 333.